sábado, 26 de abril de 2014

Nostalgia Motorola


La naturaleza en su sabiduría le dio a cada generación la posibilidad de burlarse de la anterior y en contraprestación a eso ser el motivo de burla de la generación siguiente. Yo creo firmemente que lo único malo de esta generación es que yo no pertenezco a ella. Y cualquier queja sobre el asunto no es más que mi resentimiento de tener que pagar por sus antojos con mi trabajo.

Cuando era niño, por allá en los lejanos setenta, aún no éramos objetivo comercial de ninguna empresa. Para la gente de mercadeo de las grandes corporaciones éramos sólo unos animalitos que algún día llegaríamos a ser consumidores. Mientras eso pasaba, no nos jodían. Nuestro conocimiento de marcas o nuestras necesidades tecnológicas quedaban satisfechas con un yoyo de coca cola. Nos poníamos la ropa que alguien hacia sin consultarnos, y los que tenían hermanos de edades cercanas participaban del noble ciclo de heredar y dejar de herencia toda la ropa. Lo notorio, aparte de la herencia, era el hecho de que la ropa aguantaba hasta cuatro hermanos seguidos.

En mi familia, de hecho, fue tradicional un disfraz de perro del cual todos han negado su autoría, pero que fue de obligatorio uso para todos los que pasamos por edad de Día de las brujas (Halloween como dicen hoy). El disfraz era básicamente un overol elaborado de peluche negro que garantizaba al menos quince grados centígrados por encima de la temperatura ambiente y cuya cabeza de perro, a falta del molde correcto, había sido hecho copiando una caneca cilíndrica con una tapa plana en la coronilla y con dos orejas asimétricas pegadas una a cada lado. Como ojos tenía una ranura horizontal de lado a lado que más parecía una boca anormalmente ubicada en la frente.  Garantizado, el disfraz de perro le hacia bajar dos kilos por cada día de brujas. De allí que todos en mi familia tuvimos máximo dos días de brujas, luego de eso le tomamos odio y aun hoy apagamos las luces, cerramos la puerta y no le damos dulces a ningún niño.

Carecíamos absolutamente de responsabilidades. Yo recuerdo una sola que me tocó, y que hoy ya no existe: chaperón o colgandejo. Cuando algún mechudo setentero invitaba a salir a mi hermana era clara la condición: “..Yo la dejo ir con ese muchacho, pero si llevan al niño…” , y así el arrancado mechudo debía ahora sustentar no solo la llevada de mi hermana sino que también me debía alimentar y entretener de manera tal que los dejara en paz en sus citas. Tengo que decir que fui sumamente mediocre en esta labor, pues durante mi periodo de colgandejo mi hermana tuvo dos hijos. Adicionalmente desarrolle un gusto enfermo por la comida rápida y por las películas mejicanas, pues el plan era siempre llevarme al Teatro México a ver cosas como El Arracadas, o La Ley del Monte.

Éramos obedientisimos. “Sientese ahí!” le decían a uno cuando llegaba a una visita. Y uno saludaba se sentaba, y si era el caso se abstenía hasta de orinar con tal de no violar la norma de no interferir en charlas de mayores. Si hoy un niño hace eso toca llevarlo al psicólogo, supongo, y dirán que tiene algún síndrome raro.

Los derechos fundamentales eran una cosa que se ganaba plenamente cuando uno trabajaba, antes de eso estaban en borrador y de haber dudas, con dos o tres correazos se retornaba a su condición de ciudadano de medio pelo.

Envidio en eso a la generación de niños de hoy: ya con seis años toca cortarles el cabello como ellos dicen, eligen la ropa que les gusta y se sienten los suficientemente lanzados como para opinar sobre el aborto o tienen un blog sobre como ser un emo, que actualizan desde su Iphone, mientras chatean con su novia.

No. Yo fui de le generación sonsa, podría decirse, vivíamos despacito. Teníamos novia a los 15 años. No había Bullying, pues como la diversión que había era toda de contacto vivíamos descargados de iras a diario. Nuestros juegos eran las combinaciones posibles de cosas que se pueden hacer con una bola, un niño  y un palo: Pegarle a la bola con un palo, pegarle a otro niño con una bola, pegarle a un niño con un palo….

Creíamos en nuestros padres a ojo cerrado. Eran nuestros ídolos, y les venerábamos. Comíamos juntos en la mesa, nos creíamos el cuento del niño Dios en navidad, nos acostábamos temprano, nos cortaban el pelo con instrucciones precisas del papá, le teníamos miedo al coco. Todas las barreras en contra de la dominación que se nos ocurría imponer eran solucionadas con una escala simple de sanciones: Regaño, Pellizco, Correazo.

Nuestros padres nunca fueron esos balurdos  ignorantes que son los padres para los niños de hoy.

Aún hoy, ya muy viejitos, sigo sintiendo por mis padres el mismo respeto de esos años y nuestra vida puede resumirse en el eterno deseo de estar con ellos de nuevo  en la sala viendo Naturalia en un televisor Motorola a blanco y negro. 




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