La naturaleza en su sabiduría le dio a cada generación la
posibilidad de burlarse de la anterior y en contraprestación a eso ser el
motivo de burla de la generación siguiente. Yo creo firmemente que lo único malo
de esta generación es que yo no pertenezco a ella. Y cualquier queja sobre el
asunto no es más que mi resentimiento de tener que pagar por sus antojos con mi
trabajo.
Cuando era niño, por allá en los lejanos setenta, aún no éramos
objetivo comercial de ninguna empresa. Para la gente de mercadeo de las grandes
corporaciones éramos sólo unos animalitos que algún día llegaríamos a ser
consumidores. Mientras eso pasaba, no nos jodían. Nuestro conocimiento de
marcas o nuestras necesidades tecnológicas quedaban satisfechas con un yoyo de
coca cola. Nos poníamos la ropa que alguien hacia sin consultarnos, y los que tenían
hermanos de edades cercanas participaban del noble ciclo de heredar y dejar de
herencia toda la ropa. Lo notorio, aparte de la herencia, era el hecho de que
la ropa aguantaba hasta cuatro hermanos seguidos.
En mi familia, de hecho, fue tradicional un disfraz de perro
del cual todos han negado su autoría, pero que fue de obligatorio uso para
todos los que pasamos por edad de Día de las brujas (Halloween como dicen hoy).
El disfraz era básicamente un overol elaborado de peluche negro que garantizaba
al menos quince grados centígrados por encima de la temperatura ambiente y cuya
cabeza de perro, a falta del molde correcto, había sido hecho copiando una
caneca cilíndrica con una tapa plana en la coronilla y con dos orejas asimétricas
pegadas una a cada lado. Como ojos tenía una ranura horizontal de lado a lado
que más parecía una boca anormalmente ubicada en la frente. Garantizado, el disfraz de perro le hacia
bajar dos kilos por cada día de brujas. De allí que todos en mi familia tuvimos
máximo dos días de brujas, luego de eso le tomamos odio y aun hoy apagamos las
luces, cerramos la puerta y no le damos dulces a ningún niño.
Carecíamos absolutamente de responsabilidades. Yo recuerdo
una sola que me tocó, y que hoy ya no existe: chaperón o colgandejo. Cuando
algún mechudo setentero invitaba a salir a mi hermana era clara la condición: “..Yo
la dejo ir con ese muchacho, pero si llevan al niño…” , y así el arrancado
mechudo debía ahora sustentar no solo la llevada de mi hermana sino que también
me debía alimentar y entretener de manera tal que los dejara en paz en sus citas.
Tengo que decir que fui sumamente mediocre en esta labor, pues durante mi
periodo de colgandejo mi hermana tuvo dos hijos. Adicionalmente desarrolle un
gusto enfermo por la comida rápida y por las películas mejicanas, pues el plan
era siempre llevarme al Teatro México a ver cosas como El Arracadas, o La Ley
del Monte.
Éramos obedientisimos. “Sientese ahí!” le decían a uno
cuando llegaba a una visita. Y uno saludaba se sentaba, y si era el caso se
abstenía hasta de orinar con tal de no violar la norma de no interferir en
charlas de mayores. Si hoy un niño hace eso toca llevarlo al psicólogo, supongo,
y dirán que tiene algún síndrome raro.
Los derechos fundamentales eran una cosa que se ganaba
plenamente cuando uno trabajaba, antes de eso estaban en borrador y de haber
dudas, con dos o tres correazos se retornaba a su condición de ciudadano de
medio pelo.
Envidio en eso a la generación de niños de hoy: ya con seis
años toca cortarles el cabello como ellos dicen, eligen la ropa que les gusta y
se sienten los suficientemente lanzados como para opinar sobre el aborto o
tienen un blog sobre como ser un emo, que actualizan desde su Iphone, mientras
chatean con su novia.
No. Yo fui de le generación sonsa, podría decirse, vivíamos despacito.
Teníamos novia a los 15 años. No había Bullying, pues como la diversión que
había era toda de contacto vivíamos descargados de iras a diario. Nuestros
juegos eran las combinaciones posibles de cosas que se pueden hacer con una
bola, un niño y un palo: Pegarle a la
bola con un palo, pegarle a otro niño con una bola, pegarle a un niño con un palo….
Creíamos en nuestros padres a ojo cerrado. Eran nuestros
ídolos, y les venerábamos. Comíamos juntos en la mesa, nos creíamos el cuento
del niño Dios en navidad, nos acostábamos temprano, nos cortaban el pelo con
instrucciones precisas del papá, le teníamos miedo al coco. Todas las barreras en contra de la dominación que
se nos ocurría imponer eran solucionadas con una escala simple de sanciones:
Regaño, Pellizco, Correazo.
Nuestros padres nunca fueron esos balurdos ignorantes que son los padres para los niños
de hoy.
Aún hoy, ya muy viejitos, sigo sintiendo por mis padres el mismo
respeto de esos años y nuestra vida puede resumirse en el eterno deseo de estar
con ellos de nuevo en la sala viendo Naturalia
en un televisor Motorola a blanco y negro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario